miércoles, 13 de abril de 2022

La niña

El parque Federico Fröebel, con su variedad de árboles, arbustos y plantas que rodean el estanque, enclavado en el corazón del jardín municipal, es un lugar que habitualmente, entre semana, no tiene muchas visitas humanas.

Ubicado en una zona en construcción tampoco suele ser elegido para las mascotas sacadas de paseo por los dueños residentes en otros barrios.

Es, por ende, un sitio perfecto para poder llorar en soledad.

Los bancos en el Fröebel fingen ser de principios del siglo pasado. No ocurre lo mismo con las farolas, cuyo diseño es marcadamente moderno.

En uno de los bancos, que por alguna razón intenta recordar los viejos tiempos, y al lado de una farola que exhibe las nuevas formas, se sienta una niña. Se encoge, agacha la cabeza y con sus brazos temblorosos se abraza a sí misma para aplacar la sensación creciente de desprotección. Los labios estrujados por el dolor parecen la luna menguante desplomada con sus extremos desmayados. Su entrecejo se viste de una mustia arruga y la barbilla plisada por el sufrimiento se eleva apretando la boca. De sus ojos claros caen lágrimas. Caen tranquilas, en silencio, acelerando con el paso de los segundos para finalmente, acompañadas de amargos gemidos, convertirse en un llanto cargado de desolación.

Llora un largo rato, sola, de tanto en tanto pronunciando débilmente un mantra como una plegaria: “¡Mamá, papá!”

Sus hombros se agitan con la alterada respiración, las rodillas tiritan. Por la nariz inundada pasan las mangas largas de su vestido, usadas a modo de un pañuelo.

Poco a poco la ciudad empieza a dormirse mecida por las partículas de aire envueltas en quebranto.

El sollozo gradualmente se atenúa. La niña se queda quieta durante unos minutos, mirando la tierra y sus zapatos gastados. Después se levanta con cierta dificultad, alcanza el bastón y camina despacio por un sendero hacia la calle Pajarito de Murillo. En el sigilo se escuchan pequeños golpes de la contera y los lentos pasos de sus cansados pies.

Las luces nocturnas iluminan el cabello blanco peinado cuidadosamente. Mientras se aleja, continuando su trayecto por una acera solitaria, la noche intenta dispersar su tristeza. La observa discreta prometiendo regalarle unas pacíficas horas de descanso. Sabe que en este cuerpo que ya desobedece habita también una niña que necesita sentirse protegida y amada.

Por el mundo dormitado se esparce el eco de la súplica por el tierno milagro de su infancia cuando frágil y apenada alzaba los brazos con la esperanza de encontrar una caricia y sus padres acudían enseguida para socorrerla.

Las estrellas consternadas guían a la niña de pelo algodón en su vuelta a la casa que solo comparte con sus propios recuerdos. Y la luna mengua con el ruego que se repite en vano.


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