El parque Federico Fröebel, con su variedad de
árboles, arbustos y plantas que rodean el estanque, enclavado en el corazón del
jardín municipal, es un lugar que habitualmente, entre semana, no tiene muchas
visitas humanas.
Ubicado en una zona en construcción tampoco suele ser
elegido para las mascotas sacadas de paseo por los dueños residentes en otros
barrios.
Es, por ende, un sitio perfecto para poder llorar en
soledad.
Los bancos en el Fröebel fingen ser de principios del
siglo pasado. No ocurre lo mismo con las farolas, cuyo diseño es marcadamente
moderno.
En uno de los bancos, que por alguna razón intenta recordar
los viejos tiempos, y al lado de una farola que exhibe las nuevas formas, se
sienta una niña. Se encoge, agacha la cabeza y con sus brazos temblorosos se abraza
a sí misma para aplacar la sensación creciente de desprotección. Los labios
estrujados por el dolor parecen la luna menguante desplomada con sus extremos
desmayados. Su entrecejo se viste de una mustia arruga y la barbilla plisada
por el sufrimiento se eleva apretando la boca. De sus ojos claros caen
lágrimas. Caen tranquilas, en silencio, acelerando con el paso de los segundos
para finalmente, acompañadas de amargos gemidos, convertirse en un llanto
cargado de desolación.
Llora un largo rato, sola, de tanto en tanto pronunciando
débilmente un mantra como una plegaria: “¡Mamá, papá!”
Sus hombros se agitan con la alterada respiración, las
rodillas tiritan. Por la nariz inundada pasan las mangas largas de su vestido,
usadas a modo de un pañuelo.
Poco a poco la ciudad empieza a dormirse mecida por
las partículas de aire envueltas en quebranto.
El sollozo gradualmente se atenúa. La niña se queda quieta
durante unos minutos, mirando la tierra y sus zapatos gastados. Después se
levanta con cierta dificultad, alcanza el bastón y camina despacio por un sendero
hacia la calle Pajarito de Murillo. En el sigilo se escuchan pequeños golpes de
la contera y los lentos pasos de sus cansados pies.
Las luces nocturnas iluminan el cabello blanco peinado
cuidadosamente. Mientras se aleja, continuando su trayecto por una acera
solitaria, la noche intenta dispersar su tristeza. La observa discreta
prometiendo regalarle unas pacíficas horas de descanso. Sabe que en este cuerpo
que ya desobedece habita también una niña que necesita sentirse protegida y
amada.
Por el mundo dormitado se esparce el eco de la súplica
por el tierno milagro de su infancia cuando frágil y apenada alzaba los brazos
con la esperanza de encontrar una caricia y sus padres acudían enseguida para
socorrerla.
Las estrellas consternadas guían a la niña de pelo algodón
en su vuelta a la casa que solo comparte con sus propios recuerdos. Y la luna
mengua con el ruego que se repite en vano.
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